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Belén es un pueblo pequeño donde todos nos conocemos. La gente sabe que soy pastor y que tengo un aprisco en el cual guardo mis ovejas todas las noches.

Una tarde en la que estaba haciendo mucho frío regresé de llevarlas a pastar y vi que había bastante gente desconocida por las calles. Encerré mis ovejas y salí para averiguar lo que estaba pasando. Todo se debió a un edicto que promulgó el Emperador Cesar Augusto en el que obligaba a la gente a empadronarse en la ciudad de su estirpe.

Los hostales se saturaron. Los visitantes suplicaban hospedaje en las casas.

En medio de ese caos una pareja de peregrinos atrajo mi atención. Ella tenía unos quince o dieciséis años de edad, estaba embarazada y cabalgaba sobre un burrito. Él era un joven de unos veintitantos, llevaba las riendas y pedía posada. Aunque ambos vestían ropas sencillas irradiaban una luz que los hacía ver especiales.

Percibí la desesperación del joven por no encontrar un lugar donde su esposa pudiera descansar. Me acerqué a ellos y los saludé.
—Shalom —contestaron y cuando me miraron se me erizó la piel. Ella me envolvió con su cálida sonrisa y él generó en mí un sentimiento de aprecio.
—Me di cuenta que no han encontrado un lugar para hospedarse —les dije.

Ellos asintieron, expectantes.
—Yo vivo cerca de aquí y cuento con un espacio donde pudieran descansar, es muy sencillo pero se los ofrezco con mucho gusto.

Él miró a su esposa y ella asintió con la cabeza.
—Lo aceptamos —exclamó el joven— y agradecemos tu generosidad.

Nos dirigimos a mi casa y en el camino me comentaron que se llamaban José y María y que venían de Nazaret.

Cuando llegamos, abrí el pesebre y acomodé algunas mantas sobre las pacas de heno. Me había esmerado por mantener el lugar limpio y estaba seguro que ahí podrían protegerse del frío. Se instalaron y pude percibir en ellos una sensación de alivio. Me despedí, me agradecieron de nuevo y me fui a dormir al cobertizo.

A la mañana siguiente salí a llevar a mis ovejas a pastar y al regresar se me hizo noche pero me tranquilicé al encontrarme con otros pastores en el camino.

De pronto, en medio de la oscuridad vimos una gran luz. Era un ángel que decía: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Seguramente notó en nuestros rostros el miedo porque luego exclamó:
—No se asusten, sigan la estrella que los guiará hasta el lugar donde ha nacido el Salvador.

Así lo hicimos y mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que la estrella se detuvo arriba de mi casa.

Los demás pastores fueron entrando, uno por uno al pesebre y le entregaban a María y a José sencillos presentes: pan, queso, vino. Yo permanecí afuera. No me consideraba una persona digna para ver a Dios aun y cuando fuera solo un niño. Además, no tenía nada que ofrecerle.

Cuando se fueron todos José salió del pesebre y me vio.
—Ven, solo faltas tú —me dijo.
—Es que…—titubeé.
—Vamos —insistió mientras puso su mano en mi hombro— tú nos abriste la puerta de tu casa, ahora solo falta que abras tu corazón.

No pude resistirme. Cuando entré vi que María tenía al niño en sus brazos cobijado con una manta. Ella alzó su mirada, me sonrió y me entregó al pequeño.

Lo recibí con mucho cuidado y miré su hermoso rostro. No esperaba que me hablara, era solo un bebé, pero sentí algo maravilloso que es imposible explicar con palabras.

Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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