Una mañana de sábado me levanté temprano y percibí un rico aroma que provenía de la cocina. Yo tenía como nueve años de edad.
Me dirigí hacia allá y cuando entré, vi que mi mamá ya tenía en la mesa un taxcal repleto de gorditas de trigo y otras se encontraban en proceso de cocción sobre un comal que abarcaba casi toda la estufa.
—¡Mmmm! —exclamé.
Mi mamá, como muchas señoras que crecieron en el medio rural, sabía cocinar muy sabroso. El mole lo hacía de acuerdo a la receta de sus antepasados, con el metate, pero su especialidad eran las gorditas de trigo y las de nata.
—Mín, —así me decía ella. De hecho, así me siguen llamando las personas que me conocieron desde mi infancia— ve a comprar un litro de atole.
Raudo y veloz tomé dinero de la bolsa de su mandil —ya que ella tenía sus manos ocupadas —, saqué del trastero una jarra de plástico y salí a cumplir mi encomienda.
Por aquellos años había lugares emblemáticos en mi barrio. Uno de ellos era la casa de la señora del atole, en la calle de Texcoco.
Su casa era muy sencilla, como casi todas las del barrio. Al entrar, tenía uno que caminar por un pasillo de unos cuatro metros de profundidad.
A la derecha había una pequeña habitación en la que supongo que se encontraba la recámara principal. En lugar de puerta tenía una cortina de tela color naranja.
El siguiente espacio era más amplio, rectangular, ahí se encontraba la señora preparando el atole.
Era una construcción en obra negra. En algunos tramos podía ver ladrillo rojo y en otros, del que le llamaban “mochetón”. Las paredes estaban a medio enjarrar.
El techo era de lámina negra de cartón. La luz del sol se filtraba por algunos orificios de las láminas haciendo resaltar el humo proveniente del fogón.
La mujer, alta y fornida, ocupaba un rincón, acomodada en una silla de madera cuyo asiento y respaldo tejidos de palma.
Frente a ella, un fogón y sobre él un cazo grande lleno de un humeante atole blanco que meneaba con una larga cuchara de madera.
Alrededor de la habitación había sendos tablones sostenidos por ladrillos para que ahí la gente se sentara.
Cuando entré, la señora me miró de reojo.
—Buenos días —saludé.
—Siéntate niño, ya mero va a estar el atole —exclamó con amabilidad.
Le agradecí y ocupé uno de los lugares disponibles. Había otras ocho personas esperando. En ocasiones que yo había estado ahí, la gente departía alegremente, pero ese día todos estaban callados. No tardaría mucho en descubrir la razón.
A un costado de donde estaba sentada la señora del atole, había un radio de transistores color café sintonizando la radionovela “Porfirio Cadena, el ojo de vidrio”. Todos los presentes seguían atentos el desarrollo de la trama.
Me parecía mágico y a la vez un misterio que una serie de palabras y sonidos que salían de la radio entraran por mis oídos y se fueran transformando en imágenes dentro de mi cabeza.
Y más interesante me parecía cuando descubrí que había variación entre las imágenes mentales que se formaban en una persona y otra.
Por ejemplo, cuando yo escuchaba “Kalimán” o “Tres Patines” le preguntaba a mi hermana o a mi mamá “¿cómo te imaginas que es físicamente tal o cual personaje?” y resulta que, las imágenes que ellas tenían en su mente eran diferentes a las mías.
“Un día yo quiero lograr eso”, llegué a pensar: Me refería a crear imágenes mentales. Hoy ya lo hago, la única diferencia es que, las radionovelas lo lograban a través de un medio auditivo y yo estoy aprendiendo a lograrlo a través de un medio visual, es decir, de mis letras.
Quién iba a pensar que mientras yo estaba esperando a que me despacharan mi atole, en nuestro vecino país del norte, dos estadounidenses, el psicólogo Richard Bandler y el lingüista John Grinder empezaban a trabajar en un enfoque de comunicación y desarrollo personal centrado en la conexión entre los procesos neurológicos, el lenguaje y los patrones de comportamiento aprendidos a través de la experiencia. Años más tarde, le denominarían: Programación Neurolingüística (PNL)
Ese enfoque sería fundamental para mejorar los procesos de aprendizaje tanto en escuelas como en empresas ya que cada persona somos diferentes y al aplicar estilos adecuados para cada una —el kinestésico, el visual y el auditivo—, el resultado y el rendimiento iba a ser mejor.
Pero, en fin, ya para terminar mi relato, ese sábado llegué a casa con el tan esperado atole.
—¿Por qué tardaste tanto? —me preguntó mi mamá.
—Es que había mucha gente —respondí.
En parte era cierto, pero lo que no le dije fue, que yo —como la mayoría de los que estábamos ahí ese día— esperamos a que terminara el capítulo completo de la radionovela “Porfirio Cadena”.
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