UNA LEYENDA MAYA

Ese día, al despuntar el alba, empezaron a llegar los guerreros más valientes del Imperio Maya dispuestos a participar en una competencia convocada por su gobernante.

Todos sabían que eran buenos arqueros, pero ese día tendrían oportunidad de demostrar quienes serían los mejores.

El ganador de la contienda sería aquél que lograra hacer llegar una flecha hasta la cúspide de la gran pirámide.

Empezó la competencia y uno a uno, los guerreros fueron lanzando sus flechas.

Algunas llegaban apenas a pocos metros de altura, otras, alcanzaban la mitad de la pirámide y eran contadas las que se aproximaban a la cima, pero ninguno lograba el objetivo.

Cada que un guerrero fallaba, se escuchaba en un murmullo, el lamento del público espectador.

Al final, solo faltaba que un joven guerrero de nombre Balam arrojara su flecha.

Con mucha tranquilidad pasó al frente, colocó su flecha en el arco, lo tensó, apuntó hacia lo alto y disparó.

La gente se volvió loca de júbilo al ver que su flecha llegó hasta la cumbre. Vitoreaban al joven como si hubiera ganado una batalla.

Sin embargo, cuando el guerrero volteó hacia el público, su semblante reflejaba tristeza y frustración.

—¿Qué te pasa Balam? —le preguntó el gobernante—¡Has resultado triunfador! ¿Por qué estás tan triste?

—Lo que pasa —contestó el joven— es que yo no le apunté a la pirámide. Le apunté al Sol”.