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Como cada año, la representación de “Las tres caídas” ya es tradicional en el Barrio del Zapote en Celaya y ese Viernes Santo, mi familia y yo salimos de nuestra casa dispuestos a presenciarla.

Nos armamos con sombreros, sombrillas y sendas cantimploras con agua pura y fresca para mitigar la sed.

El sol estaba radiante y el cielo despejado.

Nos ubicamos en la acera poniente de la calle 16 de septiembre muy cerca de una paletería observando el vaivén de la gente y los diferentes puestos de vendimias que se habían instalado sobre las banquetas y alrededor del templo.

De pronto, se escuchó una algarabía.

“¡Ya vienen!”, gritó alguien. Y sí, se fue acercando el contingente de actores que representaban la Pasión de Jesús.

Cuando llegaron frente a nosotros, me estremecí.

La escena era la de un soldado romano descargando latigazos sobre la espalda del Nazareno quien con excelsa mansedumbre cargaba la cruz.

Aunque yo sabía que aquello solo era una caracterización, me hizo reflexionar.

Estoy seguro que cuando Jesús atravesó las polvorientas calles de Jerusalén no solo cargaba la cruz a cuestas.

También traía encima la desvelada de la noche del jueves al viernes, los golpes que le propinaron los guardias del templo cuando lo llevaron preso ante el Sanedrín y las humillaciones que recibió en el falso juicio al que fue sometido por los fariseos y saduceos.

También el terrible dolor de cabeza generado por la coronación de espinas y los azotes que recibió por parte de los soldados romanos antes de que Poncio Pilato lo condenara a muerte.

Pero me atrevo a pensar que lo más doloroso fue el rechazo y el odio con el que fue tratado por un segmento de la humanidad.

Dice el Evangelio de San Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único”, pero pienso que fue más que eso, porque al darnos a su Hijo único, Dios mismo se entregó a nosotros, porque Jesús es Dios.

Lo que ocurrió en ese primer siglo de nuestra Era fue algo verdaderamente lamentable. El Creador fue asesinado salvajemente a manos de sus creaturas.

De pronto vino a mi mente el recuerdo de un video en el que se ve a un jovencito de unos quince o dieciséis años de edad con Síndrome de Down que, en una representación de “Las tres caídas” realizada en algún lugar de nuestro país, de manera espontánea se acercó al joven actor que caracterizaba a Jesús de Nazaret, y acariciándole la espalda trataba de consolarlo.

Era evidente que ese jovencito no formaba parte del elenco de actores.

También me hizo recordar la imagen de una niña pequeña queriendo ayudar a una escultura que representaba a Jesús de Nazaret derribado por el peso de la cruz.

Me conmueve la sencillez y la inocencia de estos pequeños y me hacen recordar aquello que dijo Jesús: “Si no se hacen como estos niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”

En fin, ese Viernes Santo, al terminar de presenciar la representación regresamos a casa para seguir con nuestra vida, pero ahora más conscientes de que nuestra forma de vivir tiene que corresponder a ese gran amor que Dios tiene por nosotros.

Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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