Yo era un simple muchacho israelita de doce años y ese día salí temprano de mi casa para pescar en el Mar de Galilea. Le prometí a mi madre que antes de regresar compraría algunas piezas de pan para la hora de la comida.
Cuando iba de regreso a casa vi una multitud caminando en un campo. Me acerqué para saber lo que pasaba y me di cuenta que seguían a un Profeta llamado Jesús. Lo vi desde lejos y pasó algo muy extraño: aunque me encontraba a gran distancia de Él, podía oír perfectamente lo que decía. No pude resistir y me acerqué hasta estar a solo un par de metros. Me senté en el suelo para escucharlo cuando de pronto uno de sus discípulos le dijo:
—Ya es tarde Maestro, despacha a esas gentes para que vayan a las poblaciones cercanas a comprar de comer.
—No es necesario que se vayan —respondió Jesús— Dadles vosotros de comer.
Los discípulos intercambiaron miradas de angustia. Uno de ellos le dijo “doscientos denarios de pan no serían suficientes para darle a cada uno un bocado”. Me puse de pie y le dije a uno de ellos que yo traía un poco de comida y le mostré el interior de mi morral. Él me tomó del brazo y me llevó con el Maestro.
-Aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces.
Jesús me miró y una sonrisa iluminó su rostro. De inmediato sentí un gran gozo en mi interior. Puse en sus manos los panes y los peces, Él los tomó con mucho cuidado y se los dio a sus discípulos. Luego puso su mano derecha sobre mi cabeza. Fue algo maravilloso. Daría mi vida entera por volverlo a sentir.
Mandó que todos se sentaran sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos pescados y levantando los ojos al cielo los bendijo, los partió y se los dio a sus discípulos para que los repartieran entre la gente. Yo no podía entender lo que estaba sucediendo, entre más panes daban, más panes había en los cestos. Ese día éramos como ocho mil personas incluyendo a las mujeres y a los niños. Luego escuché que el Maestro ordenó que no se desperdiciara la comida así es que sus discípulos recogieron los pedazos sobrantes llenado así doce canastos.
Terminando de comer me puse de pie dispuesto a regresar con mi familia y aunque ya no llevaba comida sentía una confianza absoluta de que nada nos iba a faltar. Estaba a corta distancia de mi casa cuando vi venir a mi madre muy contenta. Me abrazó, me dio un beso en la frente y me dijo que unas personas enviadas por un Rey a quien yo le había servido les habían dejado diferentes manjares.
Ese día comprendí:
1. Que, si posees algo, aunque sea poco, pero lo pones en las manos de Dios, se multiplica.
2. Que entre más das, más recibes.
3. Que, si sigues a Jesús, tus necesidades materiales se resolverán por añadidura.
4. Que no se debe desperdiciar la comida.
5. Que cuando sucede un milagro en el que tú has participado, debes ser humilde y recordar que Jesús fue quién lo hizo, tú solo eres un simple muchacho.
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas
Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

