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Ese día tenía que hacer un trámite en la presidencia municipal así es que conduje mi vehículo por el centro de la ciudad buscando un estacionamiento. Empezaba a sentir ansiedad ya que casi todos estaban saturados cuando de pronto, vi que a la entrada de uno había un anuncio que decía: “Pase usted. Sí hay lugar”. Con singular alegría conduje hacia su interior. En cuanto entré, el empleado del estacionamiento quitó el anuncio y colocó otro que decía: “Ya no hay cupo”. El lugar estaba repleto de autos. Era un inmueble amplio y techado, antiguo, muy deteriorado, tal vez había sido una bodega. A la entrada se encontraba una pequeña oficina desde donde el empleado cobraba y expedía los boletos. En el fondo había un cuarto de servicio. Aparqué mi vehículo en el único espacio que quedaba disponible y apagué el motor. De pronto percibí un movimiento. Miré por el espejo retrovisor y vi que un niño corría por entre los autos. No le di mucha importancia. Me dediqué a revisar mis documentos y cuando vi por el espejo lateral izquierdo me percaté de que un auto se movía por uno de los pasillos centrales con dirección a la salida. Mi corazón casi se paralizó cuando, por el espejo lateral derecho, vi que el niño corría dispuesto a atravesarse por donde venía el vehículo. Bajé de inmediato de mi auto, abrí la puerta y levanté la mano para que el vehículo se detuviera. Mis papeles se esparcieron por el piso. El conductor frenó de golpe y con una mirada de susto me hizo una seña como preguntándome: “¿Qué pasa?” Volteé hacia mi izquierda y vi que el niño había corrido hacia otra dirección. Suspiré aliviado. Con mucha pena, me acerqué a la ventanilla del conductor. —Una disculpa —le dije— es que un niño se le iba a atravesar. El conductor miró a su alrededor y al no ver a nadie, asintió con la cabeza y siguió su camino. Yo regresé a mi auto, recogí los papeles y salí a realizar mi trámite. Cuando regresé al estacionamiento abrí la cajuela para introducir algunos artículos que había comprado en el centro. De pronto, escuché una vocecita. —¿Cómo te llamas? Me sobresalté, no me lo esperaba. Era un niño pequeño como de unos cinco o seis años de edad. —Hola —le respondí. —Me llamo Juan, ¿y tú? —Beto. —Mucho gusto Beto, y… ¿qué haces en este estacionamiento? —Mi mamá trabaja aquí. —¿Ah sí? ¿En qué trabaja? —Hace la limpieza. —Oh, qué bien, oye Beto, pero, ¿no crees que es peligroso que andes jugando por entre los vehículos? El niño sonrió y bajó su mirada. De pronto se escuchó una voz de mujer. —¡Beto! ¡Beto! ¿Dónde estás? Miré hacia el cuarto de servicio y vi a una señora joven de estatura regular, delgada, que vestía un uniforme de trabajo color azul cielo. —¡Acá estoy mamá! —respondió el niño. —Ven, es hora de irnos. El niño corrió hacia ella y yo la saludé desde lejos levantando mi mano. La mujer respondió mi saludo regalándome una hermosa sonrisa. Subí a mi auto y me dirigí a la salida. Cuando llegué a la pequeña oficina de la entrada le dije al empleado del estacionamiento: —¿Puedo hacerle un comentario? Él asintió con la cabeza, indiferente. —Pienso que es peligroso que los niños jueguen dentro del estacionamiento. El hombre frunció el entrecejo. —Lo digo por el niño. —expliqué. —¿A qué niño se refiere? —A Beto, el hijo de la señora que hace la limpieza. El hombre, estupefacto, se puso pálido. Después de unos segundos de absoluto silencio salió de su oficina. Era un hombre alto y corpulento, de barba poblada, su edad tal vez rondaría los cuarenta años. —No hay ninguna señora que haga la limpieza aquí —exclamó— esa es mi función también. Me quedé admirado. —Pero…—titubeé— yo la vi. —¿Podría indicarme con exactitud dónde la vio? —Claro —respondí y bajé de mi auto. Nos dirigimos al cuarto de servicio y cuando llegamos, el hombre abrió la puerta y entró sigilosamente. Yo lo seguí y sentí un escalofrío cuando vi que solo había cachivaches, tablas de madera y sillas rotas. —Qué extraño —susurré. El hombre me miró. —Usted no es la primera persona que me lo dice —reconoció—. Déjeme contarle algo. Lo miré con expectación. —Dicen que hace muchos años trabajaba aquí una señora haciendo labores de limpieza y tenía un niño, pero un día aquí mismo sucedió un terrible accidente. Un auto atropelló al niño y murió de forma instantánea. —¡Oh Dios!, ¡Qué terrible! —exclamé. —Como ese niño era la única compañía de la señora, no soportó su pena y al poco tiempo se quitó la vida. —No la juzgo, pienso que solo Dios puede comprender el dolor que siente una madre cuando muere un hijo. —¿Usted cree que hay un mundo sobrenatural? —Pues mire, si el mundo material es un misterio, ahora imagínese el mundo espiritual, por si sí o por si no, desde ahora los incluiré en mis oraciones para que pronto encuentren la luz y obtengan su eterno descanso. El hombre asintió bajando su mirada, salimos del lugar y nos dirigimos de nuevo a la entrada. Le agradecí y subí a mi vehículo. Al mirar por el espejo retrovisor vi que, en el fondo, estaban de pie la señora y el niño, sonriendo, mirando hacia mí. Ambos, con un movimiento de sus manos, me dijeron “adiós” y yo hice lo mismo sacando mi mano por la ventanilla.
Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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