Un domingo, después de desayunar, mi papá encendió la tele para ver si había futbol, mi mamá veía videos en su tablet mientras que mi hermana de trece años chateaba con sus amigas a través de su celular. Mi hermanito de diez y yo de dieciséis, nos pusimos a jugar en el Xbox. Mi abuelo se sentó en su sillón preferido para leer un libro.
De pronto, se fue la luz y colapsó la red de comunicación a nivel nacional. Ni teléfono, ni sistema de cable, ni internet. Estábamos tan acostumbrados a vivir con eso que de momento no supimos qué hacer. Nos reunimos alrededor de la mesa del comedor e intercambiamos miradas.
—No se preocupen —comentó mi papá— seguramente volverá la señal en unos minutos.
Pero pasó una hora y no se reestablecían las comunicaciones.
—¿Y si salimos? —propuso mi mamá.
—¿Salir? —preguntó mi papá— pero ¿a dónde?
—¡Ay no! yo no quiero salir —replicó mi hermanita.
—Yo tampoco —exclamó mi hermano menor.
Me miraron y les manifesté mi indiferencia haciendo una mueca y alzando los hombros.
—¡Vamos, vamos! No sean aguafiestas —comentó mi papá— salgamos un rato. Ya veremos a dónde.
Mi mamá sacó de la alacena dos paquetes de pan de caja, unas botellas con agua y del refrigerador refrescos y comida. Ella se veía entusiasmada pero mis hermanos de plano se sintieron obligados a ir.
—¿Vienes con nosotros? —le preguntó mi padre a mi abuelo quien titubeó para contestar— ándale, anímate a convivir un rato.
El abuelo accedió, cerró su libro y se puso de pie. Subimos todos a la camioneta y partimos de inmediato.
—Conozco un lugar al que iba de paseo cuando era niño —comentó el abuelo— si gustan les puedo indicar dónde es.
Mi padre fue siguiendo la ruta que él le indicó y cuando llegamos al lugar el rostro de mi abuelo se entristeció. Ya no era el campo verde y arbolado que él recordaba, ahora era un conjunto habitacional.
—No te preocupes papá, de seguro encontraremos otro lugar donde podamos disfrutar nuestro día.
Seguimos avanzando y a unos cuantos kilómetros encontramos un espacio muy bonito, las lluvias de verano habían dejado el césped de un verde alegre. Había una zona con árboles que ofrecían generosos su sombra y otro pequeño espacio con el suelo de tierra. Bajamos del auto.
—Cómo no se me ocurrió traer una pelota —exclamó mi papá.
—No te preocupes —dijo mi abuelo— podemos jugar sin necesidad de pelota.
Entonces mi abuelo fue enseñándonos lo que solía jugar cuando era niño.
Jugamos a la roña, a los encantados y a los listones. Mis papás no paraban de reír cuando jugamos a las hoyitas. Mi hermanito estaba fascinado cuando aprendió a jugar capirucho y mi hermana no quería que paráramos de jugar al “Stop” en el espacio donde el suelo era de tierra. El tiempo se nos fue rapidísimo y llegó la hora de comer.
Mi mamá tendió un mantel sobre el césped, colocó la comida y cada quien nos preparamos nuestro sándwich.
Empezó a oscurecer y recogimos todo hasta dejar limpio el lugar. Cuando llegamos a casa ya era de noche y nos turnamos para ocupar la ducha antes de dormir.
—¿Se divirtieron? —nos preguntó mi mamá durante la cena.
—Mucho —respondió mi hermana— creo que es el mejor domingo que he tenido en mi vida.
—Papá ¿podemos volver a salir el próximo domingo? —preguntó mi hermanito.
—Ya veremos hijo, ya veremos.
Después de ese día nos dimos cuenta que no toda la diversión está en los aparatos electrónicos, descubrimos que el contacto con la naturaleza y los juegos en familia contribuyen a que exista una mayor armonía e integración. Sentimos la felicidad de ser parte de algo tan grande como es la familia, disfrutando de un día diferente, de un domingo especial.
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas
Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

