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—María, —exclamó en voz alta la anciana desde su alcoba— ¡María! —gritó— ¡Ay!, quién sabe dónde andará esa muchacha, un día de estos voy a cambiar de mucama. —Aquí estoy —respondió la joven al entrar de prisa a la habitación. —¿Serías tan amable de ayudarme? Ya me quiero levantar. —Claro, con mucho gusto. La joven miró con ternura a la señora, le tomó con suavidad sus blancas manos y le ayudó a incorporarse hasta quedar sentada en la orilla de la cama. Le colocó el vestido que tanto le gustaba y le cepilló su pelo con paciencia. Acercó sus zapatillas de descanso y le ayudó a ponerse de pie prestándole su brazo para que se apoyara al caminar. —¿Desea desayunar en el comedor o prefiere en el jardín? —Mejor llévame al jardín por favor. Se instalaron en la sala veraniega del jardín interior de la casa. La sombrilla verde pistache que se encontraba en el centro evitó que la luz les diera de forma directa en la cara. Luego la joven se dirigió a la cocina. Era un día hermoso. El sol estaba radiante y el cielo despejado. La señora cerró sus ojos y suspiró. Minutos después llegó la muchacha con una bandeja de plata sobre la cual descansaba una taza de té cliente, un vaso con jugo de naranja y un plato con fruta. —Siéntate aquí conmigo —exclamó la anciana— para que desayunes también. —Sí, gracias, ahorita traigo mi desayuno. Mientras desayunaban, la señora disfrutó del tibio sol de la mañana y de la hermosa vista que tenía enfrente: el verde césped y una infinidad de flores, en especial un rosal de rosas blancas el cual era podado con esmero por un hombre que, aunque ya era adulto mayor, se veía fuerte y espigado. Su sombrero lo protegía del sol. —¡Señor, le encargo mucho mis rosales! —le gritó la señora desde lejos. El hombre enarcó las cejas, le sonrió y le hizo una seña con su pulgar arriba. —¿Por qué el jardinero siempre está aquí? —preguntó la anciana. —Porque es quien cuida sus plantas y también riega el césped. Recuerde que, como yo no sé conducir, él maneja el vehículo y nos traslada a donde a usted le gusta ir. —Tienes razón. Por cierto, hoy me gustaría salir a la calle. —¿Sí? Me alegra escuchar eso, en cuanto terminemos de desayunar, nos preparamos y nos vamos. —De acuerdo. —¿A dónde le gustaría ir? —Pues no sé, tal vez al centro a dar una vuelta. —Muy bien, no se preocupe, yo me encargo del itinerario, pasearemos por nuestra hermosa ciudad. El hombre sacó el auto de la cochera y lo detuvo a la entrada de la casa. Cuando vio que ellas salieron, él les abrió la portezuela para que ocuparan los asientos de atrás. —¡Qué caballeroso! —exclamó la anciana mirando al hombre quien asintió con la cabeza y le brindó una sonrisa. —¿A dónde iremos? —preguntó él dirigiendo su mirada a la joven por el espejo retrovisor. —Vamos primero a la Calzada Independencia. —De acuerdo. Llegando al lugar, el hombre introdujo el auto en un estacionamiento y los tres se dirigieron al Templo de San Francisco. La imagen de la Virgen de la Purísima Concepción estaba expuesta. Ellos entraron y se cubrieron con su manto. Salieron del templo y se tomaron fotos junto a la “Bola del Agua”. Visitaron el Museo de Historia y apreciaron las obras del maestro Octavio Ocampo en el museo que lleva su nombre. Luego pasaron a comprar cajeta y algunos chiclosos en “La Vencedora”. —Como que ya tengo un poco de hambre —exclamó la señora. —De acuerdo, sé de un lugar donde podemos disfrutar de una rica comida —respondió la joven. Regresaron al estacionamiento y salieron con dirección al Barrio de Tierras Negras. —Mmmm, ¡gorditas de queso! —saboreó la anciana cuando vio un establecimiento en el cual dos señoras preparaban el suculento manjar. —Sí, las que a usted tanto le gustan —exclamó la chica. El hombre les abrió la puerta del auto y les pidió que se instalaran en una las pequeñas fondas donde vendían el tradicional platillo mientras él buscaba un lugar dónde estacionarse. Mientras les preparaban sus gorditas, la señora empezó a sollozar. —¿Qué pasa? —preguntó la joven— ¿se siente mal? La anciana negó con la cabeza. —Me siento nostálgica —respondió. —¿Por qué? —No lo sé. La muchacha sí lo sabía. En ese lugar la señora acostumbraba ir a almorzar los domingos después de misa en compañía de su esposo y de su hija. —Tal vez será porque mi hija me abandonó. —No, no la abandonó. —Sí, lo hizo, se fue a vivir a los Estados Unidos y se olvidó de mí. La chica guardó silencio, la miró con compasión y le tomó su mano. —Estoy segura que su hija la ama. —Si me amara estuviera aquí conmigo. En ese momento llegó el adulto mayor y se integró a la mesa con ellas. —Ya pedimos que le trajeran dos gorditas —le dijo la señora un poco más tranquila. —Ah, muy bien, muchas gracias —respondió el señor. Un trío de músicos se acercó y les ofreció cantar una canción. El adulto mayor se puso de pie y le susurró algo al oído de uno de ellos. Empezaron a interpretar “Gema”. En cuanto la anciana la escuchó, empezó a llorar en silencio. —¿Le recuerda algo esa melodía? —le preguntó la joven. La anciana asintió con la cabeza, era la canción que le cantaba su esposo. La joven tomó de la mano a la señora y luego miró al adulto mayor quien esbozó una leve sonrisa. —¿Podemos ir al Barrio del Zapote? —exclamó la anciana cuando terminaron de comer. —Claro, vamos. Estacionaron el auto frente a la puerta principal del atrio que rodea el templo de la Virgen de la Asunción de María y se sentaron en una de las bancas cerca del monumento a Adán y Eva. El hombre tomó la iniciativa y salió caminando del atrio. Minutos más tarde regresó con sendos vasos con nieve. —La de nuez es para usted —dijo mientras le entregaba el vaso a la anciana— la de fresa para ti— exclamó dirigiéndose a la joven quien le agradeció haciendo un ligero movimiento con la cabeza. —¡Oh! ¡Me encanta la nieve de nuez! —exclamó la señora. El hombre sonrió. —¿Y no compró una para usted? —No, —respondió el adulto mayor— ando un poco enfermo de la garganta. —¿Por qué le gusta venir a este lugar? —le preguntó la joven a la anciana. —Me trae gratos recuerdos. —¿Como cuáles? La anciana no supo responder, pero en ese lugar había conocido a su esposo y la chica lo sabía. —Le recuerda a su esposo ¿verdad? —Tal vez. —Estoy segura que es un gran hombre. —Querrás decir: “era” —precisó la anciana— recuerda que ya murió. —Su esposo siempre la seguirá amando —aseguró la chica— desde donde se encuentre. Al adulto mayor se le humedecieron los ojos, pero en cuanto sintió que la joven lo observaba, trató de disimularlo. La señora suspiró y dijo: —Ya siento un poco de frío —sacó su chalina de su bolso y se envolvió en él— ¿te parece bien si ya nos vamos? —Sí, está bien. El trayecto lo transitaron en silencio. La señora estaba cansada. Cada en cuando el hombre las miraba por el espejo retrovisor. Llegando a casa, la chica le preguntó a la señora si deseaba cenar, pero ésta prefirió retirarse a sus aposentos. La joven le ayudó a ponerse su pijama, la recostó en su cama y la cobijó. Esperó un momento y una vez que vio que dormía, le dio un beso en la frente y también se retiró a descansar. A la mañana siguiente, la joven se levantó muy temprano y vio que en el jardín ya estaba trabajando el adulto mayor, podando los rosales. Se dirigió hacia él y le tocó el hombro con suavidad. —Buenos días papá. —Buenos días hija, ¿cómo estás? —Bien, gracias a Dios estoy muy bien ¿y tú? —Aquí, arreglando las rosas blancas de tu mamá. —Sí, ya veo, —exclamó la joven mientras acariciaba los pétalos de una de las rosas— Papá, ayer, cuando estábamos en el atrio vi que te pusiste triste. —Sí, no pude evitarlo, pero su enfermedad es así, las personas ya no recuerdan muchas cosas ni a muchas personas, incluyendo a sus familiares cercanos. —Lo sé. ¿Recuerdas al principio del Alzhéimer de mi mami cuántas veces le insistimos en que tú no eras el jardinero ni yo la mucama? Pero me sigue llamando “María” e insistiendo en que su hija la abandonó y su marido murió. —Sí hija, pero hay que tenerle paciencia. Recuerda que ella no lo hace para molestarnos, es parte de su enfermedad. —A veces me gustaría que fuera como antes, cuando ella estaba sana— exclamó la chica y empezó a llorar. El adulto mayor la abrazó con cariño. —Hija, ella dio los mejores años de su vida por nosotros y ahora nos necesita. La joven asintió con la cabeza, se tranquilizó y limpió sus lágrimas con sus dedos. —Tienes razón papá, mientras tengamos vida, la seguiremos amando. —Por supuesto, además, yo seguiré cuidándola como a sus rosas blancas.
Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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