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Ese día, ya casi era la una de la tarde y en medio de un tráfico descomunal, el apresurado padre de familia conducía su vehículo por una de las avenidas más transitadas de la ciudad dispuesto a llegar a la reunión a la que estaba convocado en la escuela de su hija.

Estacionó su auto, entró al colegio y subió con rapidez las escaleras que le conducirían al salón de juntas.

Al ir caminando por el pasillo del segundo piso, escuchó lo que parecía ser una acalorada discusión proveniente del lugar a donde él se dirigía.

Al llegar, observó que en el interior se encontraban más de veinte personas sumamente alteradas, unas cuantas de pie y otras, —la mayoría—, sentadas en pupitres.

Frente a ellas, el maestro, de pie, con cierta tranquilidad cruzaba sus brazos y cada en cuando acariciaba su barba de candado. A un par de metros de él, la directora observaba la situación.

Los padres de familia, con actitud hostil, le reclamaban algo al profesor.

El recién llegado padre de familia saludó, se disculpó por su impuntualidad y preguntó si podía entrar. El maestro asintió y le dio la bienvenida.

Se ubicó en uno de los pupitres que se encontraba en el centro del salón.

Conforme iba transcurriendo la reunión el hombre supo que, al inicio de la junta, el profesor había informado las calificaciones de los alumnos lo cual provocó un descontento general ya que de los treinta y dos que integraban la clase, solo dos habían obtenido una calificación satisfactoria. De eso culpaban al maestro.

En su defensa, el docente explicó el método utilizado para determinar la calificación: Un porcentaje provenía directamente del examen, otro, del cumplimiento de tareas y otro, por la participación de los alumnos en clase.

Nada de lo que él argumentaba era satisfactorio para los alterados padres de familia que se arrebataban la palabra para acusarlo de ineptitud.

En un intento por controlar la situación, la directora intervino haciéndoles ver que el método que aplicaba el profesor era el establecido oficialmente en el colegio, pero la explicación no fue suficiente para calmar los ánimos de la gente.

Y justo cuando parecía que todo se salía de control, el padre de familia pidió la palabra levantando la mano.

Los demás lo ignoraron, pero él no estaba dispuesto a incurrir en la misma falta de educación al “arrebatar” la palabra.

La directora lo observó, pidió de una manera muy amable a toda la audiencia su atención y al cabo de unos segundos por fin hubo silencio en la sala.

—Me gustaría dar mi punto de vista, —exclamó él mientras se ponía de pie— yo pienso que si de todo el salón hubo dos alumnos que lograron una calificación satisfactoria, los otros treinta también lo pudieron haber logrado.

En cuanto dijo eso, varias personas nuevamente se alteraron y empezaron a hablar a la vez, dirigiéndole una mirada colérica, pero la directora volvió a intervenir, solicitando calma y respeto para todos.

El hombre, con un movimiento de su cabeza agradeció a la directora su intervención y siguió hablando con mucha seguridad.

—Es verdad que el maestro tiene que trabajar para mejorar su método de enseñanza, pero me parece que quienes debemos trabajar más duro somos nosotros, tanto los padres de familia como nuestros hijos. ¿O piensan que hubo algún privilegio que el profesor les otorgó a esos dos alumnos?

—Pues uno nunca sabe —replicó molesta una señora— tal vez sí.

—No, ningún privilegio —aclaró el profesor de inmediato— los dos alumnos se lo ganaron a pulso.

El padre de familia volvió a tomar la palabra.

—Pienso que lo más conveniente es que hoy, cuando lleguemos a casa, hablemos con nuestros hijos para hacerles ver la importancia de estudiar, no solo con el fin de pasar un examen, sino para aprender de todo aquello que les servirá en su vida.

Hizo una pausa y con la mirada fija en todos los asistentes, continuó:

—Y no basta con ello, cada padre de familia debemos darnos un tiempo para revisar si nuestro hijo o hija hizo su tarea y la calidad con la que la hizo. Y si vemos que se le dificulta aprender algo, nos corresponde darle o buscarle el apoyo para que comprenda bien la lección.

El enojo de muchos se fue convirtiendo en reflexión.

—Hay que asegurarnos de que nuestros hijos tengan buenos hábitos de estudio pues eso les permitirá obtener una calificación satisfactoria. No hay que olvidar que nuestros hijos son los primeros responsables de estudiar y cumplir sus tareas, nosotros, de supervisar que lo hagan y los maestros, de manera complementaria, contribuir en su educación.

—Es todo lo que deseaba comentar —concluyó con una sonrisa y volvió a sentarse.

El silencio era absoluto. El profesor tomó la palabra y exclamó:

—En caso de que alguien lo deseé, puedo compartirles información específica de sus hijos: Cómo se comportan en clase, si traen o no las tareas y los aspectos que influyeron para que en el examen hayan obtenido una baja calificación.

La mayoría de padres de familia asintieron.

La directora externó un mensaje final, agradeció la presencia de todos y en cuanto dio por concluida la junta, varios padres de familia se acercaron con el profesor para concertar una cita y así conocer más de la situación específica de sus hijos.

Al salir del salón, el padre de familia vio que su hija ya lo estaba esperando en la puerta principal.

—¿Cómo te fue en la junta papá?

—Bien, —respondió él— estuvo interesante. ¿Y a ti? ¿Cómo te fue en tus calificaciones?

—En general bien —exclamó ella a la vez que le mostraba su boleta— mira, obtuve un nueve en el examen, más las tareas y la participación, digamos que me fue muy bien.

—Excelente, pues vamos a casa, no sé tú, pero yo ya tengo hambre.

Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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