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La última vez que José se confesó fue cuando tenía ocho años, en la víspera del día de su primera comunión. En ese momento él no sabía que, cinco meses después, la vida le tenía preparado un duro golpe al morir su mamá. No es que quiera justificarlo, pero como su papá se quedó a cargo de él y el señor no tenía el mismo cuidado que la señora, el niño fue creciendo sin ningún tipo de formación moral. En su adolescencia fue tremendo y en su juventud se descarrió y nunca se preocupó por cuestiones espirituales. Pero ahora que tiene 58 y le dijeron que le quedan seis meses de vida recordó aquellos primeros años, cuando su madre estaba a su lado y le enseñó a rezar. “En honor a ella —pensó— me voy a poner en paz con Dios” Tenía pecados de todos tamaños y colores, pero en especial había uno que taladraba su conciencia. Resulta que cuando él era adolescente, cada que se encontraba con un niño de unos cinco o seis años edad que vivía a dos cuadras de su casa, lo insultaba. El niño se asustaba y se iba corriendo, llorando y eso a José le divertía. Lo hizo muchas veces hasta que el pequeño cambió de vecindario y jamás lo volvió a ver. En fin, ahora a sus 58 José era diferente, entró al templo más cercano de su casa y vio que un sacerdote estaba confesando. La fila era larga y pareciera que el padre tenía prisa porque en un momento se levantó del confesionario y dirigiéndose a todos los que esperaban, con un tono molesto exclamó: —Les ruego que hagan bien su examen de conciencia, no me cuenten toda su vida, sean concretos y díganme únicamente sus pecados ¿de acuerdo? Dicho esto, el padre volvió a tomar su lugar mientras que la mayoría de los feligreses asintieron con la cabeza, excepto José. Luego, un señor que iba a delante de él se empezó a desesperar porque una señora estaba tardando mucho en su confesión y empezó a quejarse y a incitar a los demás para presionar. Esa fue la gota que derramó el vaso, José mejor se salió de la fila y se fue. —¡Váyanse mucho al …! —exclamó en voz baja. Por la noche, mientras dormía, soñó a su mamá. —Ten paciencia hijo —le decía ella— no te desesperes, vuelve a acercarte al confesionario, ya verás que te sentirás mejor. El hombre despertó dudando de si había sido un sueño. Por la tarde fue a otro templo, uno que se encontraba en una colonia alejada y cuando entró vio que en uno de los pasillos laterales había un confesionario. Se acercó y notó que sobresalía la sotana blanca del sacerdote, colgaba de su cuello la estola en cuyos extremos se apreciaba la imagen de una cruz. Sus zapatos negros, bien boleados. No se le veía la cara porque la tapaba una de las ventanitas de madera que lo separaban de la persona a quien confesaba. A José le dio mucho gusto ver que no había fila de espera. Se sentó en una banca. Observó que un par de pajarillos revoloteaban y cantaban bajo el techo abovedado del templo. También escuchó el ruido de los autos que pasaban afuera, en la calle. Cuando la persona terminó de confesarse se levantó del reclinatorio y se dirigió a la salida. José se acercó y tomó su lugar. El sacerdote abrió la ventanita. —Ave María Purísima —musitó. José no supo qué responder. Sabía que tenía que decir algo, pero no recordaba qué. —¿Cuándo fue la última vez que te confesaste hijo? —Desde hace como cincuenta años. Por un momento pensó que el padre lo iba a regañar. —Muy bien, no te preocupes, me da gusto que te hayas decidido a acercarte a Dios. Dime tus pecados. José empezó a contarle absolutamente todo. El sacerdote guardaba silencio y de vez en cuando asentía con un “sí”, “entiendo”, “ajá”. Cuando José le contó que, en su adolescencia había insultado a un niño pequeño, el sacerdote le preguntó: —Cuéntame más de ese niño ¿cómo era? —¿Cómo que cómo era? —Sí, físicamente. José se rascó la cabeza e hizo un esfuerzo por recordar los detalles. —Pues, era de piel blanca, pelo lacio y castaño, de ojos claros… —¿No recuerdas si tenía alguna seña en particular? “Qué extraña pregunta”, pensó José. —¿Una seña? Mmm, ah sí, tenía un lunar. —¿Un lunar? —Sí, muy notorio, en una de sus mejillas. El sacerdote guardó silencio. —Mmmm…bien…y ahora dime ¿tenías alguna razón para insultarlo? —Pues no, solo me parecía divertido, yo era un adolescente malcriado. —Entiendo. —¿Tienes algo más que desees confesar? —No padre, es todo. —¿Estás arrepentido? —Sí, son cosas que no debí haber hecho nunca. —¿Y te propones evitarlo en lo sucesivo? —Sí. —Bien, pues entonces yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo. —Amén. —Antes de que te vayas hijo, te pido que me esperes un momento, te quiero dar una bendición especial. José se encogió de hombros y se levantó del reclinatorio. Cuando vio que el padre salió de su confesionario se hincó de nuevo dispuesto a recibir la bendición. El sacerdote impuso sus manos sobre su cabeza y le dijo: —Así como el Padre Celestial, con ese amor tan grande que tiene por ti, te ha perdonado todos tus pecados… Un extraño silencio reinó alrededor. Ya no se escuchaba el canto de las aves ni el ruido de los autos que pasaban afuera. —¡Yo también te perdono! Las palabras del sacerdote retumbaron por todo el templo como un trueno y José se sobresaltó. —Y te bendigo, en el Santísimo nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo amén. José sintió un calor intenso por todo su cuerpo —Puedes irte en paz —concluyó. De un brinco José se puse de pie y cuando quedó frente a frente con el sacerdote, lo miró ahí, sonriendo, con sus ojos claros y su lunar en la mejilla. El joven sacerdote abrió sus brazos y José se lanzó a él sin poder contener el llanto.
Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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