Ese día me dirigí a la óptica donde usualmente actualizan la graduación de mis lentes.
Cuando llegué, vi con sorpresa que estaba cerrada así que me dediqué a buscar otro establecimiento donde me pudieran brindar el servicio.
Mientras caminaba por una de las callecitas recónditas del centro de la ciudad, encontré una óptica.
El local era una construcción moderna. El frente medía unos seis metros y era de color blanco. El acceso era a través de una puerta de aluminio de dos hojas de cristal templado color verde. No tenía ningún anuncio.
Al entrar, atravesé un área de cuatro metros de profundidad donde había vitrinas por ambos lados mostrando una gran diversidad de armazones de lentes.
Después, ubicada hacia el lado derecho, estaba una sala de espera con sillones de piel color blanco.
A la izquierda, un consultorio con su puerta de madera de caoba. Aunque estaba cerrado se escuchaban voces provenientes de su interior.
Justo cuando me disponía a sentarme, vi que en la pared colgaba un cuadro que contenía una frase en letras grandes que decía: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” y debajo de ella la imagen de un ojo a través del cual se podía ver el mundo.
Me acerqué con lentitud para ver más a detalle el cuadro y noté que dentro del mundo… ¡Había movimiento! “Qué extraño”, pensé, “tal vez lo elaboraron con alguna tecnología avanzada”.
Pero mi asombro creció cuando, al acercarme aún más para ver el mundo, éste era circundado por otra frase escrita con letras sumamente pequeñas en latín.
Saqué mi celular, tecleé en el buscador el diccionario latín-español y descubrí que la frase significaba: “Porque los ojos del Señor recorren toda la tierra para fortalecer a los que le sirven de todo corazón”.
De pronto, me sobresalté al escuchar mi nombre.
—Sí, soy yo —dije al voltear.
Me dirigí hacia la persona que me esperaba a la entrada del consultorio y me pregunté cómo fue que supo mi nombre.
El hombre tenía apariencia de médico pues usaba un bata blanca, impecable, que hacía juego con su cofia y su cubreboca.
Solo se veían sus ojos cafés a través de unos lentes de cristal transparente. Su mirada era penetrante pero cálida.
—Adelante —me dijo invitándome a pasar al consultorio.
Al entrar, vi que del lado izquierdo había un escritorio y frente a él dos sillas.
Del lado derecho, el clásico cartel que utilizan para hacer la prueba de la vista, un aparato con el que determinan el grado de dioptrías que necesita el paciente y dos sillas giratorias sin respaldo, una en el frente y otra detrás del mismo.
—Si gustas sentarte ahí —me indicó señalando la silla que se encontraba frente al aparato.
Cuando lo hice, él se sentó del lado contrario y empezó a analizar mis ojos.
—Ahora te pido de favor que gires la silla y mires hacia el cartel.
Colocó frente a mi cara un aparato.
—Voy a colocarte varios tipos de graduación y tú me dices con cuál ves mejor ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
—¿Cómo ves con estos?
—Bien —respondí.
—¿Y ahora? —me preguntó cuando colocó los siguientes.
—Veo mejor.
—¿Seguro?
—Sí, creo que esta es la graduación correcta.
—Bien, solo dame oportunidad de mostrarte una graduación más y al final tú decides ¿ok?
Asentí.
Cuando me los colocó sentí algo extraordinario, de pronto todo lo veía más claro.
—¡Wow! —exclamé— ¡Se ve fantástico!
—Bueno, pues ahora te toca decidir, ¿con cuáles te quieres quedar?
—Con estos, sin ninguna duda.
—Perfecto, magnífica elección.
Me quitó el aparato de mi cara y me pidió que me sentara en una de las sillas frente a su escritorio.
Me entregó los lentes, me los puse y le pedí que me indicara el monto que debía pagar.
—No es nada —respondió y se puso de pie como si quisiera que yo hiciese lo mismo.
—Pero…—titubeé mientras me levantaba de la silla.
Él rodeó su escritorio, cruzó su brazo sobre mis hombros y me acompañó a la puerta de su consultorio.
—Todo lo que realmente vale en la vida es gratuito —me dijo sonriendo.
Lo miré con desconcierto y de manera instintiva intenté tocar los cristales de mis nuevos lentes.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando mis dedos atravesaron los armazones. ¡No había cristales! Pero lo más desconcertante fue cuando me los volví a colocar, seguía viendo con toda claridad y pureza.
—¿Qué está pasando? —le pregunté— ¿qué clase de lentes son estos?
—No son lentes —respondió— son ojos.
Fruncí el entrecejo y ante mi desconcierto, precisó:
—Los primeros ojos que te coloqué son los de la naturaleza. Lo que viste con ellos es como miran los animales, las plantas, el aire, el agua…
—¿Las plantas miran?
—¡Claro! Y sienten, son seres vivos.
Alcé mis cejas para reflejar mi asombro.
—Los segundos son los ojos de la ciencia. Con ellos puedes conocer cómo funciona cada parte de tu organismo, el proceso de fotosíntesis de las plantas o la razón por la cual no se derrama el agua de los mares afuera del globo terráqueo.
—¡Maravilloso!
—Sí, es tan maravilloso que muchas personas optan por esta opción, pero los mejores son los terceros, los que has elegido, son los ojos que te permiten mirar más allá de lo humanamente visible, porque como dijo mi querido amigo Antoine de Saint-Exupéry:..
— “Lo esencial es invisible a los ojos” —me adelante a completar
—Exacto —confirmó.
—Entonces…—exclamé— estos son…
—Adelante —me instó— dilo.
—Son los ojos de la fe.
Él asintió sonriendo.
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