Ese día la muchacha entró de prisa en el hospital y al ver a su mamá sentada en la sala de espera le preguntó:
—¿Ya operaron a mi papá?
—No hija, aún no.
—¿Por qué?
—Nos falta conseguir una unidad de sangre.
—¡Ay Dios! ¿y entre nuestros familiares y amigos no hay quién pueda donar?
—Ya muchos se han presentado, pero por una u otra causa no son aceptados.
En ese momento se presentó el médico frente a ellas.
—Ya tenemos la unidad de sangre que nos faltaba —les dijo— en unos momentos procederemos a realizar la cirugía.
Madre e hija, felices, se tomaron de las manos.
—¿Quién sería el donante? —preguntó la hija.
Su madre negó con la cabeza y se encogió de hombros. Ambas decidieron acudir a investigar en el área de laboratorio.
—Disculpe señorita, ¿nos podría informar quién donó la unidad de sangre?
La enfermera tecleó en su computadora y les brindó la información, pero ellas no reconocieron a la persona por su nombre.
—¿Cómo era físicamente? —preguntó la hija.
—Era un señor como de unos sesenta y tantos años, con lentes oscuros, usaba un sombrero panamá y una gabardina negra.
Madre e hija intercambiaron miradas e hicieron una mueca al desconocer a tal persona. Agradecieron a la señorita por la información y regresaron a la sala de espera.
Una hora más tarde el médico salió del área de quirófano.
—¿Qué noticias nos tiene doctor?
—Lo lamento mucho —respondió el galeno moviendo la cabeza negativamente— hicimos todo lo posible, pero…
Ellas se abrazaron llorando desconsoladas. Minutos después fueron conscientes de que se avecinaba un problema.
—Hija, solo tengo dinero para pagar el hospital, nunca pensé que tendríamos que afrontar un funeral ¿tú cuentas con alguna cantidad?
—No mamá, yo gasté todo lo que tenía en medicamentos para mi papá.
—¡Ay, Dios nos ampare!
—Señorita —le dijo la mamá a la cajera del hospital— ¿me podría decir por favor cuánto es lo que hay que pagar para liquidar la cuenta?
—Con gusto señora.
La cajera les dio la información. Madre e hija solicitaron apoyo a sus familiares y amigos, pero al no conseguirlo salieron del hospital en busca de alguna solución.
Después de un par de horas y sin haber conseguido nada regresaron dispuestas a pedir una prórroga para pagar la cuenta.
—No se preocupen —exclamó la cajera— la cuenta ya está liquidada.
Ellas intercambiaron miradas de asombro.
—¿Cómo que ya está liquidada? ¿Quién la pagó?
—Mientras ustedes no estaban, un hombre se acercó a preguntar por el estado de salud del paciente y al saber que había fallecido, liquidó la cuenta.
Las mujeres no salían de su asombro.
—¿Cómo era ese hombre? —preguntó la hija.
—Como de unos sesenta y tantos años, llevaba gafas oscuras, sombrero panamá y gabardina negra.
°°°°
Esa tarde hacía un frío terrible y amenazaba con llover.
En el panteón municipal, familiares y amigos, todos vestidos de negro y en medio de un ambiente de tristeza, se reunieron para despedir al papá. Madre e hija tomadas del brazo, llorando, se ubicaron frente al ataúd.
A unos metros ya estaba listo en el piso el lugar donde sería depositado. Los peones del panteón, respetuosos del duelo, solo esperaban la señal para concluir su trabajo.
El sacerdote leyó un pasaje bíblico y dio un mensaje de consuelo. Cuando concluyó, procedió a rociar el féretro con agua bendita.
La señora y su hija seguían llorando desconsoladas. Empezó a llover a cántaros. Alguien les proporcionó un paraguas.
En medio del aguacero, la señora levantó su mirada y vio que, a lo lejos, se encontraba el hombre de la gabardina negra, de pie, flanqueado por dos árboles, mirando hacia ellas. Se cubría de la lluvia con un paraguas.
—Hija, mira quién está allá.
—¿Dónde mamá? ¿Quién? —respondió la muchacha buscando con la mirada entre la multitud.
La señora señaló hacia el frente, pero cuando intentó volver a verlo, ya no estaba.
El hombre de la gabardina negra, ya en el estacionamiento del panteón cerró su paraguas, se quitó las gafas oscuras, entró a su automóvil y salió con dirección a su casa.
Mientras manejaba, sus recuerdos viajaron al año 1970.
El grupo “B” de segundo de primaria estaba integrado por sesenta niños de diferentes edades. José de seis y Manuel de ocho eran parte de él.
En ese tiempo, en las escuelas públicas, por la módica cantidad de diez centavos, a los niños les vendían desayunos escolares que contenían una pequeña botella de leche, una barra de chocolate y un pan relleno de mermelada.
Un día, llegó el proveedor de alimentos e ingresó al salón de clases con su caja de desayunos escolares y empezó a repartirlos entre los niños siguiendo el orden en que se encontraban sentados en sus mesabancos.
Al final solo le quedaba un desayuno, pero faltaban dos niños por recibirlo así es que se lo dio a Manuel que ocupaba el penúltimo lugar.
—Ni modo mi buen —le dijo el señor a José— ya no alcanzaste.
A este último le gruñían las tripas de hambre, pero bajando su mirada se resignó y luego vio con tristeza cómo el hombre se alejaba y salía del salón.
De pronto, Manuel se acercó a él y le dijo:
—Ten.
Y le entregó su desayuno.
—¿Y tú? —preguntó José.
—Yo no tengo hambre
°°°
El hombre entró a su casa, colgó su sombrero y su gabardina en el perchero y luego se fue a dormir.
Mientras dormía vio cómo Jesús de Nazaret recibía a su amigo recién fallecido con mucho amor.
—Manuel —le dijo el Maestro— ven y entra el reino de los cielos, porque tuve hambre y me diste de comer.
Pero Manuel, extrañado, exclamó: Señor, no recuerdo haber hecho eso por ti.
Jesús le respondió: En verdad te digo, que cuando lo hiciste con este el más pequeño de tus hermanos —y en ese momento señaló a José— lo hiciste conmigo.
Manuel volteó hacia donde estaba su amigo y le sonrió. Luego Jesús dirigió su mirada a José y con una hermosa sonrisa le guiñó un ojo.
—Y acá también tengo reservada una habitación para ti —le dijo.
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