Esa tarde llegué a la privada del águila y me paré frente a la casa marcada con el número doscientos seis. La puerta estaba abierta. Me asomé y vi que en la primera habitación de escasos cuatro metros cuadrados estaba encendida una televisión en blanco y negro y frente a ella esperaban sentados en el piso unos quince o veinte chiquillos cuyas edades oscilaban entre los cinco y los doce años, listos para presenciar la transmisión del primer paso del hombre en la luna. Era el 20 de Julio de 1969.
Bajé el escalón y me ubiqué atrás de todos los niños. Miré a cada uno y los reconocí perfectamente. Detuve mi mirada en uno de los más pequeños. Tenía cinco años y estaba tomado de la mano de su hermanita tres años mayor que él. Sentí una ternura y una emoción indescriptibles.
Apenas había empezado la transmisión cuando noté que el niño se movía inquieto. Se puso de pie y de inmediato su hermanita lo regañó:
—¡Siéntate ya! No vas a dejar ver la tele a los demás.
Él se volvió a sentar pero al poco tiempo se puso de pie otra vez, caminó por entre los otros niños y se ubicó hasta atrás, junto a mí. La niña volteó a verlo y justo cuando se disponía a ir por él yo le hice un guiño y sonriendo le dije:
—Está bien, yo me encargo.
Ella asintió y volvió a fijar su mirada en la tele. Puse mi mano en el hombro del niño y me agaché hasta quedar en cuclillas frente a él. Su estilo de corte de pelo era casquete corto con un copete. Sus pequeños ojos tristes eran color café, su nariz aguileña y sus labios gruesos
—Sé que tienes miedo —le dije— pero no te preocupes, todo está bien.
Pensé en todas las experiencias felices y duras que tenía aún por vivir y me pareció que la razón de su miedo era irrelevante. Él bajó su mirada apenado.
—Mira —continué— esas imágenes que ves en la tele están muy lejos de aquí. Además estas junto a tus amiguitos y a tu hermanita. Tu casa está al lado y ahí están tus papás, ellos te quieren mucho.
Asintió con la cabeza y cuando sonrió vi un pequeño hoyuelo en cada una de sus mejillas. Me abrazó y se fue de prisa a donde originalmente estaba sentado.
Me salí de la casa sin que nadie se diera cuenta y regresé aquí, a mi época —en el siglo veintiuno— pensando en lo trascendental que es para los adultos reencontrarnos con nuestro “yo niño” para darle cariño y seguridad.
Ese día volví con la satisfacción de haberme dado un abrazo justo cuando más lo necesitaba.
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas
Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

