Un día iba caminando hacia mi trabajo cuando vi que en un puesto de revistas la primera página del periódico difundía la foto y la noticia de la liberación de “El Barril” líder de un grupo delincuencial que operaba en la ciudad. Moví mi cabeza en señal de desaprobación y me pregunté si ese tipo de personas realmente estarían en capacidad de reintegrarse a la sociedad. En fin, no volví a pensar en eso y me dediqué a mis actividades.
Cuando venía de regreso vi que el templo estaba abierto, me acerqué y me di cuenta de que casi estaba vacío ya que solo una persona estaba hincada en el reclinatorio de la última banca. Entré altivo, a paso firme y me dirigí hasta adelante, me persigné y empecé a orar.
Le platiqué a Dios de varias cosas en las que me parece que he actuado bien y de paso le agradecí porque no soy tan malo como otras personas, pensando específicamente en “El Barril”.
En eso estaba cuando de pronto sentí una Presencia. Volteé hacia mi derecha y ahí estaba Él, Jesús de Nazaret, de pie, mirándome y con una hermosa sonrisa.
—Hola —me dijo— veo que estas orando.
No supe que hacer, me arrojé a sus pies. Él se inclinó hacia mí, puso sus manos en mis brazos y me ayudó a levantar hasta quedar frente a Él. Su Presencia era imponente.
—¿Te gustaría aprender a orar mejor? —me preguntó.
—Claro que sí.
—Perfecto, ven, te invito a que nos sentemos en esa banca, quiero contarte una historia.
Nos sentamos y empezó a hablar.
—“Dos hombres subieron al templo a orar, uno era fariseo y el otro era publicano. (Nota al margen: Un fariseo era un maestro de la ley y se consideraba un hombre justo. Un publicano era un recaudador de impuestos del imperio romano y era considerado un pecador). El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias de que no soy como los demás hombres que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano, ayuno dos veces a la semana y pago los diezmos de todo lo que poseo. El publicano, al contrario, desde lejos, no osaba levantar sus ojos al cielo, sino que se daba golpes de pecho diciendo: “Dios mío, ten misericordia de mí, pues soy un pecador”. ¿Cuál de los dos hombres crees que regresó a su casa justificado?
—Supongo que el publicano —respondí— ya que oró con humildad, mientras que el fariseo, en lugar de pedirle perdón a Dios por sus pecados pareciera que le estuviera presumiendo sus buenas obras y se sentía mejor persona que el publicano.
—Exacto —confirmó sonriendo— porque todo aquel que se ensalza, será humillado y el que se humilla, será ensalzado ¿comprendes?
Cuando dijo eso, “me cayó el veinte”, entendí que mi forma de orar se identificaba con la del fariseo. Sentí tanta vergüenza que me puse a llorar. Él me abrazó con mucho amor y me dijo:
—No te angusties, cada día se aprende algo nuevo y hoy has aprendido a orar.
Sentí consuelo en sus palabras y me tranquilicé. Cuando terminé de limpiar mis lagrimas con mis manos alcé mi vista, pero Jesús ya se había ido. Me puse de pie y me dirigí con actitud humilde hasta la última banca del templo, detrás de la única persona que se encontraba ahí. Me hinqué y oré de esta manera: “Dios mío, ten misericordia de mí, qué soy un pecador” y no pude evitar llorar de nuevo. De pronto, la persona que se encontraba adelante de mí se puso de pie, se salió de la banca donde estaba y se acercó a mi lado, se hincó, cruzó su brazo sobre mis hombros y me dijo:
—Ánimo amigo, la misericordia de Dios es infinita, por más pecador que seas Él te sigue amando, te lo digo por experiencia.
Asentí con la cabeza, reconfortado y cuando alcé mi vista para verlo, me di cuenta que era, ni más ni menos que “El Barril”.
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas
Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

