En la primavera del 2013 fui asignado como profesor suplente en la escuela primaria rural José María Morelos y Pavón en la comunidad de La Esperanza a pocos kilómetros de la localidad de Santa Isabel en el estado de Chihuahua.
Aunque fue un periodo relativamente corto —mes y medio— la experiencia me pareció enriquecedora ya que yo no conocía aquella región del país.
Una familia de la misma comunidad me hizo el favor de brindar hospedaje y casi de inmediato me adapté al lugar, a la gente y empecé a conocer a cada uno de mis alumnos.
Un día que estábamos en el salón de clases les pedí que me platicaran qué actividad recreativa o deporte practicaban en su familia. Cada uno fue respondiendo a mi pregunta y cuando llegó el turno de Lalo, un niño de ocho años, dijo:
—Mi papá es Jonronero.
—¿Jornalero? —creí entender.
—No, Jonronero.
En un primer momento no entendí lo que significaba, pero después de algunas explicaciones llegué a la conclusión de que esa palabra era una derivación del término en inglés “Home Run” que es cuando en el beisbol el bateador hace contacto con la pelota, la lanza muy lejos y recorre las bases para anotar una carrera.
—¡Ah! —exclamé— entonces tu papá es beisbolista.
—Sí, pero es Jonronero —insistió el niño.
Bueno, ya no insistí y seguimos con nuestra clase.
Cada día, cuando sonaba el timbre que indicaba el final de la jornada escolar, los niños me invitaban a jugar beisbol en un terreno baldío aledaño a la escuela y aunque yo no entendía por completo las reglas de ese deporte, aceptaba con gusto pues lo que más me interesaba era convivir con ellos.
Y es que en mi niñez —y tal vez sea el caso de muchos niños que viven en el centro del país— se practica más el futbol soccer.
El último día de mi suplencia, al finalizar las clases, Lalo me dijo que si quería ir al campo de beisbol de su comunidad ya que se llevaría a cabo un partido entre el equipo local contra el de una comunidad vecina.
—¡Va a jugar mi papá! —exclamó entusiasmado.
Para mí su invitación fue un signo de aprecio y confianza así es que acepté con gusto.
Llegada la hora yo ya estaba sentado en una de las gradas de madera que rodeaban el campo en forma de diamante, orgullo de los lugareños. Una parte de él estaba empastada y la otra era de tierra apisonada.
Vi que por un lado estaban los jugadores del equipo local con su uniforme todo de blanco y en el frente del jersey la palabra: “Dorados”.
En el lado opuesto, los visitantes portaban un uniforme combinado. El pantalón era blanco y el jersey azul rey con la leyenda: “Bravos”
Previo al inicio del partido, los jugadores de ambos equipos empezaron a hacer ejercicios de calentamiento.
—Buenas tardes profesor Adonai —me saludó mi pequeño alumno y se sentó junto a mí.
—Hola Lalo —respondí dándole una palmadita en el hombro— ¿listo para disfrutar del juego?
El niño sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Cuál de todos es tu papá?
El niño señaló a un hombre que estaba sentado en la orilla de la banca. Era un joven como de treinta y tantos años, de tez blanca, muy serio, portaba sobre su cabeza un pequeño casco negro y disfrutaba su goma de mascar con parsimonia.
Asentí con la cabeza.
Aun sin entender por completo las reglas del juego, disfruté de la emoción que generaban las jugadas de uno y otro equipo, sin embargo, me inquietaba un poco que su papá de Lalo no entraba a jugar. Como si su presencia pasara desapercibida.
En fin, transcurrió el tiempo y seguimos observando el partido. De pronto el niño exclamó:
—Es la última entrada —y se frotó las manos.
No entendí a qué se refería, pero lo que me quedaba claro era que el equipo local iba perdiendo por diferencia de una carrera. Lo bueno es que ahora le tocaba batear.
Se fueron acercando los bateadores e hicieron su trabajo, uno se colocó en primera base y otro alcanzó a llegar a tercera.
Solo les quedaba una última oportunidad para batear. Si les hacían out se terminaba el partido con un triunfo para el equipo visitante, pero si el bateador lograba conectar podía inclinarse el triunfo al equipo local.
El ambiente era de tensión. El público —casi todos los habitantes de la comunidad— guardaba silencio.
Entonces el entrenador llamó a su papá de Lalo quien ya hacía ejercicios de calentamiento con el bate. Luego caminó con mucha seguridad hacia su posición y fijó su mirada en el pitcher.
En ese momento escuché que una persona que estaba atrás de nosotros le dijo a otra:
—Ahorita verás, ese bato va a definir el juego —refiriéndose al papá de Lalo.
El niño y yo intercambiamos miradas. Mi alumno alzó los hombros y sonrió.
El pitcher lanzó la bola y casi golpea al bateador, pero los reflejos de éste le permitieron esquivarla. Creo que de todos modos alcanzó a rozarle el casco. No sé si fue accidental o premeditado, pero de inmediato se levantaron los jugadores de ambos equipos y se dio un conato de bronca. Afortunadamente pronto se tranquilizaron y volvieron “las aguas a su cauce”.
Nuevamente el pitcher lanzó una segunda bola, pero tan lejos del bateador que éste ni siquiera hizo el esfuerzo por intentar conectarla.
Era notorio el nerviosismo del lanzador. Uno de sus compañeros se le acercó y le susurró algo al oído. El primero asintió con la cabeza, bajó su mirada y tomó aire antes de lanzar la siguiente bola.
Cuando lo hizo, sentí como si el tiempo se hubiera detenido, luego, como si todo se moviera en cámara lenta hasta que escuché el golpe seco que hace el bate con la pelota: ¡Paf!
La bola salió disparada por los aires, de frente y traspasó los límites del campo. Fue a parar atrás de una cerca que circundaba unos pastizales.
—¡Impresionante! —susurré mientras mi pequeño alumno brincaba y gritaba de alegría.
El público emitió un alarido y aplaudió. Por muy rápido que hubieran corrido los jugadores del equipo contrario era imposible que pudieran brincar la cerca y regresar esa bola antes de que sus contrincantes lograran anotar las carreras.
Su papá de Lalo lo sabía y fue trotando con tranquilidad pisando base por base hasta llegar a home.
La gente estaba eufórica. Sus compañeros de equipo lo cargaron en hombros y fueron a festejar a la banca. El partido había terminado.
Bajamos de las gradas y Lalo me pidió que lo acompañara a donde estaba su papá.
—Papá, te presento al profesor Adonai.
—Musssho gusto profesor —exclamó el hombre con su acento característico de Chihuahua— Lalo ya me ha hablado de usted.
—El gusto es para mí señor y mi más sincera felicitación por su triunfo. Ahora entiendo lo que es un Jonronero.
El hombre sonrió y bajó su mirada un poco apenado.
—¿Gusta acompañarnos? —exclamó— vamos a una discada.
—Me encantaría, pero lamentablemente tengo que preparar mi maleta porque mañana temprano tengo un vuelo qué abordar. De cualquier forma, muchas gracias.
—Bueno, pues le agradezco que haya venido a ver el partido y principalmente que le haya tenido paciencia a este mushasho que es tremendo —dijo señalando al niño mientras le despeinaba su pelo lacio y castaño.
Me despedí de ambos y retorné a donde estaba hospedado.
Durante el vuelo de regreso venía pensando en que, seguramente hay personas que pareciera que no sobresalen en alguna actividad, profesión, arte o deporte, como su papá de Lalo que al inicio del juego pasaba desapercibido.
Sin embargo, pienso que todos tenemos en la vida un “momento de verdad” y cuando llega, surge tu verdadero “yo” y salen a relucir tus virtudes más recónditas, esas que todos los seres humanos tenemos.
Y de repente, te das cuenta que tú, esa persona que pasaba desapercibida en realidad eres un auténtico Jonronero.
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