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La primera vez que la vi estaba sentada junto a mí en una de las bancas del templo, en misa de siete de la noche.

Cuando el sacerdote dijo que intercambiáramos un signo de paz volteé a verla, ambos hicimos una reverencia y me sonrió.

Calculé su edad en unos ochenta años, su estatura de poco más de metro y medio contrastaba con mi casi uno ochenta. Iba envuelta en un rebozo gris y bajo éste vi que tenía un delantal de cuadros blancos y azules sobre su vestido.

Seguí encontrándomela en misa varias veces hasta que un día se me acercó y me dijo:

—¿Sería usted tan amable de leerme lo que dice este sobre? Es que no traje mis lentes.

Tomé el sobre al que se refería.

—Con gusto —le dije y empecé a leer— “Oremos por nuestros difuntos. Dales Señor el eterno descanso y brille para ellos la luz eterna”.

Me agradeció e introdujo una hoja de papel en el sobre.

—Es la lista de mis difuntos —exclamó sonriendo— voy a depositarlo en la urna que se encuentra cerca del altar.

Yo asentí con la cabeza.

—¿Usted ya hizo su lista? —me preguntó.

—No, no sabía que había que hacerlo.

—Le sugiero que la haga. Nunca hay que olvidar a nuestros difuntos.

—Algunas personas piensan que cuando uno muere se acaba todo —le dije— que ya no tiene caso rezar por ellos.

—Se equivocan —replicó— hay personas que cuando mueren van directo al cielo, pero solo Dios sabe con certeza la situación de cada alma y hay unas que necesitan purificarse antes de poder entrar y para eso sirve lo que nosotros hagamos por ellas.

-¿Oh sí? ¿Y qué es lo que podemos hacer por ellas? —pregunté.

—Orar, ofrecemosmos a Dios nuestros buenos sacrificios y obras y cada en cuando mandarles celebrar una misa.

—Pues me apena mucho reconocer que yo he tenido muy olvidados a mis familiares difuntos. Por lo general cuando rezo lo hago por los que aún viven.

—Oh, ya veo, pues nunca es tarde para empezar, si usted quiere tomarme en cuenta mi sugerencia, ya verá que no se arrepentirá.

—Así lo haré.

Esa fue la primera de muchas ocasiones que platicamos hasta que el primero de noviembre llegué al templo cuando ya había comenzado la misa. Entré y encontré solo un lugar disponible en una de las alas laterales. Con mi vista hice un recorrido panorámico por todo el templo pero no vi a la señora del rebozo gris.

Cuando termino la ceremonia ella estaba afuera, esperándome.

—Qué gusto verla —le dije— pensé que no había venido hoy.

—Sí, lo que pasa es que llegué tarde y no alcance el lugar, pero también vine a despedirme de usted.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿A dónde se va?

—Voy a vivir en otro lugar y es la última vez que vengo a este templo. Creo que ya cumpliste mi misión.

No entendí esa última frase pero le agradecí tomó la molestia de despedirse de mí y le deseé lo mejor.

Ella me sonrió, me dio un abrazo y se fue.

Pasaron los días y estando yo en misa vi que una mujer joven colocó sobre la mesita que se encuentra cerca del altar un retrato enmarcado en madera de unos cincuenta centímetros cuadrados, algo llamó mi atención de esa fotografía, discretamente me acerqué a verla y descubrí que era la mujer del rebozo gris.

Cuando terminó la misa vi que la señora joven recogió la foto y no pude evitar seguirla hasta afuera del atrio.

—Disculpe —la detuve— vi la foto que colocó cerca del altar.

—Ah sí, ésta —dijo la señora mostrándomela.

—Sí, ¿perdone mi atrevimiento? ¿Quién es ella?

—Ah, es mi mamá, ya pasó, ¿usted la conoció?

—Sí y lamento mucho que haya fallecido ¿fue hace poco verdad?

—No, ya tiene como cinco años que murió.

Se me erizó la piel. Le agradecí a la señora la información y le dije que su mamá estaría de forma permanente en mis oraciones.

Desde entonces no he dejado de orar por las almas de los que ya se fueron porque tal vez muchos necesitan ayuda y no lo sabemos, tal vez era lo que me quería decir ella, la mujer del rebozo gris.

 

Fermín Felipe Olalde Balderas
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas

Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

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