Ese día mi amigo Cleofás y yo caminábamos tristes y desconsolados de regreso a nuestra aldea que quedaba a unos once kilómetros de Jerusalén y mientras conversábamos se nos acercó un peregrino.
—¿Por qué tan tristes? —Nos preguntó— ¿De qué van conversando?
Nos detuvimos asombrados por la confianza con la que nos habló.
—¿Eres extranjero? —Le preguntó Cleofás— ¿No sabes lo que pasó en Jerusalén? Lo de Jesús nazareno, un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo.
Reanudamos la marcha y el peregrino nos acompañó mientras mi amigo siguió narrando.
—Los sacerdotes y jefes lo entregaron a Pilato para que Jesús fuera condenado a muerte y lo crucificaron.
Yo trataba de ver el rostro de aquel peregrino pero la brisa ondeaba su manto y el grisáceo atardecer me impedían apreciar sus facciones. Él seguía caminando con paso firme, en silencio.
—Nosotros esperábamos que Él fuera quien había de liberar a Israel —continuó Cleofás— pero ya pasaron tres días y…
—¿Y…? —preguntó el peregrino.
—Pues algunas mujeres fueron al sepulcro y no encontraron su cuerpo. Volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles quienes les aseguraron que había resucitado, que estaba vivo.
—¡Oh, necios y tardos de corazón! —Exclamó el peregrino mientras la gravedad de sus palabras hicieron que nos detuviéramos de golpe— ¿Acaso no creen en lo que anunciaron los profetas?
Lo miramos a los ojos, sin entender. .
—¿No era menester que Cristo padeciera todas esas cosas y entrase así en su gloria? —exclamó.
Nos impactaron aquellas palabras. Él volvió a mirar al frente y reanudamos nuestra marcha.
Luego, nos recordó todos aquellos pasajes de la escritura donde hablaba de Cristo, empezando desde Moisés y pasando por los profetas. Su voz y su mensaje no solo llegaban a nuestra mente, también a nuestro corazón. Yo no entendía por qué sentía tanto júbilo al oírlo hablar cuando nos explicaba las escrituras. Parecía que éstas cobraban vida.
En ese momento llegamos a la quinta donde habíamos de pernoctar. Él hizo un ademán para seguir adelante.
—¡Quédate con nosotros! —Le dije— ya es tarde y está oscureciendo.
Nos miró, sonrió y aceptó. Entramos al lugar y cuando nos sentamos a la mesa dispuestos a cenar, Él tomó el pan, lo bendijo, lo partió y cuando nos lo dio lo reconocimos de inmediato: era Jesús.
Yo, de un salto me puse de pie. Quería abrazarlo, quería lanzarme a sus pies, pero de pronto, desapareció. Cleofás y yo nos quedamos impactados y comentando lo que habíamos sentido en nuestro corazón mientras Él nos explicaba las escrituras.
Nos levantamos de la mesa y regresamos de inmediato a Jerusalén. Sí, ya era noche, pero ¿y qué? Se nos había quitado la tristeza y el miedo, sentíamos la necesidad de avisarles a los demás todo lo sucedido en el camino y cómo lo reconocimos al partir el pan.
Hoy, estoy seguro que también Él va caminando con nosotros pero no le reconocemos, nos va acompañando en esta maravillosa aventura que se llama vida.
¿Que si lo he vuelto a ver? Claro que sí, cada que se transforma el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; y cuando lo recibo en la hostia, vuelvo a sentir lo que sentí ese día en Emaús.
Author: Fermín Felipe Olalde Balderas
Escritor, autor de los libros y de las reflexiones publicadas en este portal.

