EL MARIMBERO

—Tres mil seiscientos pesos —contestó la esposa del marimbero ese jueves por la noche cuando éste le preguntó lo que costaba el estudio médico que había que hacerle a su pequeña hija.

Él asintió con la cabeza, suspiró y siguió cenando, pensativo.
—¿Cómo haremos para conseguir esa cantidad? —preguntó ella.
—No lo sé, pero no te angusties, estoy seguro que lo resolveremos.

Al día siguiente el hombre salió de su casa cargando su marimba. Era viernes de Dolores y había mucho movimiento en la ciudad. Se instaló en uno de los portales aledaños al jardín principal y empezó a tocar.

Transcurría el tiempo y él veía cómo la gente pasaba sin verlo. De cuando en cuando miraba la cubeta donde recogía las monedas y “a ojo de buen cubero” calculó que había no más de cincuenta pesos. Sintió deseos de llorar. A pesar de eso, seguía tocando con mucho amor.

Cuando dieron las cuatro de la tarde, recogió su marimba y la cubeta y se dispuso a regresar a casa. Pensó que aún era temprano para ir a buscar ayuda.

Cuando llegó a la esquina de las calles Riva Palacio y Madero, aun en la zona centro de la ciudad vio que afuera de un negocio habían instalado un altar dedicado a la Virgen de los Dolores. No había nadie. Había un cuadro grande con unas flores al lado y junto a ellas dos grandes recipientes casi vacíos con agua de sabor.
Bajó de sus hombros su marimba, la ubicó sobre la banqueta dejando un espacio para que transitara la gente y se acercó al altar. Se quitó el sombrero, se persignó y susurró:
—Estás muy sola y triste Madre mía. Si me permites, te acompañaré un ratito.

Y empezó a tocar. Se imaginó estar en el cielo, frente a Ella. Primero tocó las mañanitas, después, otras canciones que supuso le gustarían a la Santísima Virgen María.

La gente se acercó a verlo tocar, estaban impresionados. Una mujer que salió de la nada tomó confianzudamente la cubeta donde él guardaba las monedas y la colocó en el piso. Muchos empezaron a depositar sus pequeños donativos. Cuando terminó, la gente le aplaudió y él hizo una reverencia, primero ante la Dolorosa y después ante el público.

Cuando tomó su marimba y la cargó dispuesto a partir, un hombre se le acercó y le preguntó:
—Oye, amigo. ¿Estarías dispuesto a tocar en una fiestecita?
—Con mucho gusto —respondió el marimbero— ¿Cuándo?
—Ahora mismo, es el Santo de mi hija Lolita y quiero llevarle un poco de música.

Rápidamente se pusieron de acuerdo en el precio y el hombre le indicó que subieran la marimba a su camioneta. Así lo hizo, pero justo cuando estaba por subirse él también, se paró frente al altar, puso sus manos en su cara y llorando exclamó:
—Yo sé que tú no haces los milagros Madre mía, pero estoy seguro que siempre intercedes por nosotros ante Dios. Muchas gracias.

Inclinó su cabeza en señal de veneración, se persignó y fue a trabajar. Un milagro lo esperaba.